domingo, 26 de abril de 2009

Mi país es bonito

En las combis carcomidas por el óxido se oye la bulla soez de la caja de transistores embriagando el sonido de los cerebros destripados encima y debajo de Él, que llora una lágrima eremita que se confunde entre la mierda que tienen todas las manos que tocaron la cara pálida de un billete de diez soles. Miran los esclavos inocentes el cielo entumecido, con la baba cayéndoseles por la comisura de los labios, y alguien viene y les arranca el corazón arrugado que ocultan bajo los ponchos multicolores, y siguen mirando al cielo, con la misma estupidez crónica con la que lo miraron desde siempre. Fiestas ruidosas de los barrios de casas agujereadas de la calle que queda aquicito nomás agitan las neuronas adormecidas de un grupo de inteligentes adictos al terokal, quienes explosionan en un frenesí parkinsoniano, al son de un baile de flores marchitas y pistilos inservibles.

En los trajes de pellejo de vicuña y tela Barrington se alzan las figuras solemnes y esmirriadas de insectos avispados y añejos, que claman en una plaza de mármol a la multitud sollozante y quejumbrosa algo que suena a disertación populista trasnochada luego de una larga faena burdelesca, y lloran con ellos, lamiendo las lágrimas de todos y escupiéndolas a la primera que no los ven. Bajo los truenos de un cerro de la Cordillera una mujer de mejillas eternamente sonrojadas y labios tortuosos curtidos por el frío se levanta las polleras y se dispone a parir, el hijo sale llorando, y le palmetean y le golpean el culo, y el cielo orina lo que no salió por sus lacrimales. En un puente del Rímac un decrépito y arrugado costal de órganos vigila atento el andar del río, fumando la Muerte sin su guadaña y sin su manto negro, y se arroja, con la palma de la mano en el pecho, saludando a una bandera patria imaginaria, y las ratas paupérrimas de debajo del puente sonríen y tratan de atraer el cadáver con una rama de un árbol podrido y nunca vivo. Por la esquina de cualquier avenida de San Borja, cualquier esquina de cualquier lugar con árboles y bastantes aceras inmaculadas, una pareja de autómatas manipula sendos celulares, sonriendo sonrisas que no tienen razón de ser pues nadie está a la vuelta, enseñando caninos fuertes e incisivos perfectos, que ayer devoraron un pollo a la brasa engordado con micovita. En otra esquina, en la noche cerrada de un catorce de febrero de almas solitarias, veinte mujeres corren alejándose de unas sirenas que no las persiguen, y se detienen y estiran la mano, y muestran sus senos caídos al animal que en la camioneta las saluda, y más tarde sacan un condón pasado y abren las piernas y vuelven a cerrarlas, y hacen que gimen, y vuelven a la misma esquina.

Marchando en un colegio de Miraflores divagan escolares frente a unas computadoras, y sueñan también los infelices que se hacen la vista gorda, y gritan los que en el patio se pelean, y arengan los que no, todos prostituyendo sus mentes uniformadas en un pantalón de poliéster negro y una camisa blanca. En una pared de provincia un ateísta letrero de no orinar saluda a un cetrino taxista que mea a sus anchas, y una cámara escondida toma fotos y las vende al mejor postor. Una oficina con persianas destartaladas y escritorios apolillados, paredes con la pintura hecha costras y techos con esquinas llenas de comején y telarañas es testigo de un burócrata de barriga prominente, acumulada en cada una de las borracheras de fin de semana, tocando por debajo de la minifalda a una secretaria sumisa. Al lado de un semáforo, que marca el rojo cada cinco minutos, un melifluo ser estira la mano callosa cerrada en unos cuantos redondeles deslustrados a un uniforme de gafas oscuras, mientras un canillita con ropa deshilachada y espectadora de mucho trabajo y pocos juegos propios de su edad camina entre los armatostes humeantes pidiendo una limosnita por favor. Veinte mil voces gritan gol en un estadio desbordante de testosterona, y otros tantos cuerpos chocan entre sí, saltan, se liberan de la sapiencia de la Puta Realidad, histéricos al levantarse después de haber estado enfriándose las posaderas una hora. Una mujer cocina callada satisfecha por ver sujetos en peor situación que ella en un ataúd cúbico de cátodos, ridiculizados hasta lo imposible, y un sentimiento que trata de apartar le llena de repente, una desesperación gritona que llega hasta su lengua, y se termina cuando un cerdo sudoroso recostado en un sillón con los resortes visibles le pregunta si la comida ya está lista. En un cuchitril maloliente, una cubeta volteada, un obrero se tira en un camastro a dormir, y en su cabeza resuenan las palabras de un esqueleto rellenado por un terno, su jefe.

Enfrente de un edificio de Abancay, dos ojos ávidos miran nerviosamente acá y allá, dos manos salen rápidas de unos bolsillos reforzados, entran a otros, y ahora dos piernas caminan hacia un callejón oscuro, y las manos y los ojos conjuntamente examinan una suerte de infelices fotos de desconocidos sonrientes, y los papeles que al tacto de la mano cobran valor. Unos chiquillos rezan la enésima avemaría en una capilla maltrecha, dirigidos por un viejo en sotana que coge intensamente una cadena con bolitas incrustadas, y alguien piensa para qué. Cinco negros del Alianza Lima se pelean con cinco blancos de Universitario, y alguien saca una tijera de cortar uñas y una yugular sangra espasmódicamente, chorreando el pavimento de la soledad de la muerte. Un cocalero mete sacos negros a un camión moderno, y los que le compran se despiden diciendo gracias por las papas, y él se queda confundido, porque no sabe a qué papas se refieren. Un viejo descansa desnudo sobre una sábana blanca, con el falo caído, y sentada al lado suyo una ninfa lozana y de labios excesivamente pintarrajeados deja humear un cigarrillo entre los dedos. Un estudiante quema pestañas bajo la luz de una lámpara titilante, en un cuartucho lleno de imágenes impúdicas y reyes rockeros, repitiendo en voz alta la infame condena de la geometría euclidiana, rezando a los altares de los viejos enterrados y desenterrados en los libros de texto Coquito. Una sirvienta danza con su escoba de paja y huele el sudor de los emperadores de los billetes verdes, sonrojada en medio de un tumulto de relojes Rolex dorados y computadoras IBM última generación. Una modelo destila el verdor de sus ojos diáfanos y sostiene una botella de cerveza cobriza, sonriendo a un público de invisibles penes, cual objeto de mostrador de un museo de rarezas bellas, presintiendo los jadeos intermitentes al otro lado del mundo imaginario que surgirá de la cámara de video. Una reportera repite cual robot las letras negras de un cartel, teniendo detrás de ella el metal caliente formando figuras artísticas de un auto destrozado, y las extremidades de un hombre, que hace rato dejó de estar vivo, formando ángulos imposibles, y luego se recoge la melena rubia y pregunta si su cabello se vio bien.

En un CD pirata de las Malvinas está grabado el chillido de la guerra romántica de un soñador de poco pelo y pocas esperanzas, matizado por la paz de los culpables mareados de la cevichería de nombre chillón en que se escucha. En una de las playas del Sur una sirena regordeta teñida del ozono ultravioleta del mar tibio enrolla las falanges de unos tallarines en un tenedor de plástico, y vacía el resto de la olla en un pozo en la arena, donde los pelícanos se disputan la podredumbre de los carreteros destripados y la basura acumulada. En Máncora los surfistas de cara achicharrada corren las olas y las rayas les dejan los pies ardiendo, y el ardor de la cara y de los pies se confunde con los hoteles de nombres ingleses de 110 dólares la noche y las chozas del pueblo que no valen ni el esfuerzo. En una huaca un chino cava huecos donde presiente encontrará los tesoros de los incas abrumados por la fatuidad del recuerdo y la desazón del olvido, y rompe unas vasijas mohosas de mil años de antigüedad en mil pedazos pues nadie le compra. En una casa de adobe y tejas arcillosas un indio coge el fuste de los caballos y azota a un párvulo travieso, y maldice la vida perra de los hombres que deben vivir como hombres y no como perros, llorando al final más de lo que el crío llora. En una duna de arenas comprimidas por los pies calatos de las infinitas generaciones de jorobados una rica de collar de perlas fantástico acompañada por veinte ricas más regala leche de soya y arroz sin gorgojos a unas caras sin dientes pero sonrientes, de ojos brillantes, contrastados con la suciedad opaca de la vida, pero machacados por la tirria ponzoñosa que corroe sus entrañas. En un boquerón cavado por máquinas infernales cientos de topos con casco amarillo inhalan emanaciones sulfurosas, y sacan una futilidad de oro que va a parar al anillo de veinticuatro quilates de un corredor de bolsa del Wall Street.

Gárgolas haladas devoran corazones de palpitar lánguido y llenan estómagos flatulentos; miríadas de infelices supuran mediocridad vuelta pus; muertos andantes congelan los jóvenes cerebros de una generación hecha bazofia, para revivirla junto con la porquería que acopian del resto de generaciones en la generación venidera. Insomnes ángeles queman sus alas con fósforos humeantes y encendedores de bencina falsificada, apurados para que no sea el sol el que los eche a tierra. Antropófagos perpetúan una orgía de sangre con los restos de las masas bífidas que orgullosas caminaron al panteón de hojalata y gritaron viva la democracia carajo. Menesterosos mutilados de la lengua emiten sonidos ininteligibles; gentes inocentes acercan sus orejas para oírlos y les son arrancadas con moriscos veloces; nadie pondría la otra oreja, ellos la ponen, y le es arrancada de nuevo; ensopados en su propia sangre se marchan con el creíble argumento de que sin oídos nadie escucha, y los bárbaros quieren ayuda, pero no saben cómo pedirla; los valerosos solidarios quieren ayudar, pero no tienen oídos para escuchar en qué. Clases sociales y razas se mezclan en un moribundo Dios que exhala su último aliento sin prisa, con la eternidad por delante.

La larga cadena que comenzó con el indio oprimido que su cerviz nunca levantó; que siguió con los infames de los trajes militares que cada veinte días el sillón presidencial achataron con sus pesados traseros; que siguió con la guerra de los pobrecitos peruanos contra los abusivazos chilenos, que siguió con la dictadura oligárquica del de bigote blanco; que siguió con el militarote que a la voz de campesino, el patrón ya no comerá de tu pobreza, hizo que ambos comieran del mismo plato, del de la miseria; que siguió con el muchacho inocente y buenito de las colas infinitas, los frontones y los terroristas colgando perros al amanecer, que siguió con la dupla siamesa del japonés y el Innombrable, va terminando, ya va terminando.

Un hombre travestido de carnes grasientas exhibe su humanidad por la televisión, que es vista por un niño y su padre que se ríen a carcajadas, el primero porque el segundo lo hace. Una chiquilla grita de dolor mientras las tenazas sacan una criatura mutilada de su vientre, y siente pudor al pensar en la palabra aborto. Una mujer obesa lanza cocachos al cráneo de su párvulo cada vez que recita ocho por ocho y no da como resultado sesenta y cuatro. Una mulata de pelo encrespado grita cebollas, casera, cebollas, y un hombre en una camioneta la sigue y le compra auto partes; cebollas que por el milagro de la transfiguración se convirtieron en frenos, cajas de cambios y timones. Un trío de jardineros riega en el Regatas unas nomeolvides que morirán sin que nadie repare en su belleza exquisita, ni siquiera el grupo de aristócratas que les paga por hacerlo. Un héroe quinceañero es reventado por una granada terrorista, y las lágrimas de mil mujeres y mil hombres inundan el ahora sobrepoblado Cielo, y lo ahogan en un mar de impotencia. Un tuberculoso vomita sangre rojiza en las latas compactadas y recicladas de un basural, viendo revolotear a los gallinazos negros en el cielo gris que le han dicho le espera abierto, con San Pedro en sus puertas.

La letanía universal sigue su andar por los siglos de los siglos, jodiendo a los que su paso se congregan, la letanía sarcástica proclamada por un Don José de San Martín resucitado, que nos mira de reojo y grita ¡Viva la Tiranía! ¡Viva la Esclavitud! ¡Viva la Opresión! En el Apocalipsis de los mapas y las fronteras, desde los pitucos que dicen cholos de mierda a los cholos, por un asco irracional, hasta los cholos que dicen pitucos de mierda a los pitucos, con la bilis aflorando de sus bocas, por ser cholos y pobres y no pitucos, pasando por los gringos que dicen mira qué lindos los cholitos, y los cholitos que vuelven a decir gringos de mierda, todos caminaremos agarrados de la corbata del envilecido César que camina siempre adelante nuestro, cantando ricas montañas, hermosas tierras, risueñas playas, es mi Perú.

2 comentarios:

  1. Una poesia de buen lenguaje pero bastante pesimista.... el Perú es mucho más que eso... a veces ayuda mirar el vaso mitad lleno, y no solo quejarnos porque en realidad esta mitad vacio

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  2. Sí, tienes razón, el Perú es mucho más. Esta poesía la escribí cuando estaba a un año de salir del colegio, y era bien pesimista en esa época, jaja. Sólo le añadí un par de cosas y la posteé. Pero no era una queja, sino más bien una descripción con demasiados adjetivos.

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